El sobre amarillo
El celular sonó. No iba a contestar porque estaba vistiéndola; acababa de bañarla.
Removió la ropa sucia de la niña para tomar el celular que estaba abajo de ésta; contestó.
La voz firme que salía del auricular le daba una mala noticia y le pedía un favor urgente. Colgó, no supo cómo terminó de vestirla, sólo sabía que le abrochó su pijama.
Rápido la dejo en su cuna, atrás quedó su tina llena de agua con jabón; balbuceó y de los nervios no se acuerda si después soltó en llanto.
Oyó la puerta de vidrio y preguntó que quién era; automáticamente se la encargó al recién llegado y le dijo que estaba en su cuna.
Se cambió la blusa mojada, se puso una sudadera y una chamarra, tomó el sobre amarillo y salió corriendo.
Corrió hasta el metro; bajo las vías y esperó, no mucho, como 2 minutos. El metro llevaba buen ritmo...
El transborde fue tortuoso, es de los más largos que hay en el Sistema Colectivo Metro, pero seguía corriendo.
Al llegar a las escaleras para subir al anden sentía tambalearse, recordó que hace mucho tiempo, mucho antes de que naciera su hija, había dejado de correr por las mañanas. La condición ya no era la misma, ya que una vez que escaló las escaleras, sentía un extremo calor, tomó las mangas de la sudadera y enjuago el sudor.
Pese a que un metro se había ido justo cuando pisaba el último escalón para llegar al anden, otro metro apareció como a los 2 minutos después.
Abordó el gusano naranja, contó las estaciones que tenía que recorrer para llegar a su destino, no se desanimó, el convoy caminaba fluido, no hizo paradas innecesarias, todo iba sobre rieles, textual.
Las indicaciones eran sencillas, saliendo del metro había que tomar un taxi.
El tráfico también fue benévolo, los carros circularon más allá de la vuelta de rueda.
El taxista y ella llegaron al destino. Parecía "boca de lobo", sólo se veían las plumas, esas que suben para dejar pasar un automóvil, iluminadas de color rojo.
El taxista titubeo.
--No nos van a dejar pasar, señorita.
--Sí pasamos, señor. Ellos tienen conocimiento de que me dejen entrar.
Pasaron inspección, preguntaron nombres. Los soldados hacían señales para indicarle el lugar.
Ya, frente a un hombre tranquilo, sereno y aliviado, estiró la mano y entregó el sobre amarillo.
Se abrazaron y él desapareció corriendo. Al dejarse caer de nuevo en el asiento del taxi sintió alivio y por primera vez en 40 minutos tranquilidad.
De regreso pensó: mañana no me levanto, ja'!!!!
Removió la ropa sucia de la niña para tomar el celular que estaba abajo de ésta; contestó.
La voz firme que salía del auricular le daba una mala noticia y le pedía un favor urgente. Colgó, no supo cómo terminó de vestirla, sólo sabía que le abrochó su pijama.
Rápido la dejo en su cuna, atrás quedó su tina llena de agua con jabón; balbuceó y de los nervios no se acuerda si después soltó en llanto.
Oyó la puerta de vidrio y preguntó que quién era; automáticamente se la encargó al recién llegado y le dijo que estaba en su cuna.
Se cambió la blusa mojada, se puso una sudadera y una chamarra, tomó el sobre amarillo y salió corriendo.
Corrió hasta el metro; bajo las vías y esperó, no mucho, como 2 minutos. El metro llevaba buen ritmo...
El transborde fue tortuoso, es de los más largos que hay en el Sistema Colectivo Metro, pero seguía corriendo.
Al llegar a las escaleras para subir al anden sentía tambalearse, recordó que hace mucho tiempo, mucho antes de que naciera su hija, había dejado de correr por las mañanas. La condición ya no era la misma, ya que una vez que escaló las escaleras, sentía un extremo calor, tomó las mangas de la sudadera y enjuago el sudor.
Pese a que un metro se había ido justo cuando pisaba el último escalón para llegar al anden, otro metro apareció como a los 2 minutos después.
Abordó el gusano naranja, contó las estaciones que tenía que recorrer para llegar a su destino, no se desanimó, el convoy caminaba fluido, no hizo paradas innecesarias, todo iba sobre rieles, textual.
Las indicaciones eran sencillas, saliendo del metro había que tomar un taxi.
El tráfico también fue benévolo, los carros circularon más allá de la vuelta de rueda.
El taxista y ella llegaron al destino. Parecía "boca de lobo", sólo se veían las plumas, esas que suben para dejar pasar un automóvil, iluminadas de color rojo.
El taxista titubeo.
--No nos van a dejar pasar, señorita.
--Sí pasamos, señor. Ellos tienen conocimiento de que me dejen entrar.
Pasaron inspección, preguntaron nombres. Los soldados hacían señales para indicarle el lugar.
Ya, frente a un hombre tranquilo, sereno y aliviado, estiró la mano y entregó el sobre amarillo.
Se abrazaron y él desapareció corriendo. Al dejarse caer de nuevo en el asiento del taxi sintió alivio y por primera vez en 40 minutos tranquilidad.
De regreso pensó: mañana no me levanto, ja'!!!!
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